Hablar de Moveros es hablar de barro. Y si hay alguien que sabe de barro, ese es Don Paco Pascual, un hombre que desde niño se metió en este oficio, aunque al principio tuviera que hacerlo casi a escondidas. Porque sí, en aquellos tiempos estaba mal visto que los hombres trabajaran la torneta de mano: eso era cosa de mujeres. Aun así, la curiosidad pudo más y Paco acabó dedicando toda su vida a la alfarería.
En la entrevista nos cuenta cómo era crecer en aquel Moveros con cuarenta rapaces correteando por las calles, un colegio lleno y un pueblo lleno de vida. Recuerda que mientras los demás niños jugaban al balón en el recreo, él tenía que ir a mover el barro para que se secara, porque en su casa hacía falta la ayuda de todos. Era una infancia dura, marcada por la necesidad, pero también por esa relación temprana con la arcilla que acabaría definiendo su vida.
Paco explica con detalle cómo se preparaba el barro: picar en la cantera, macerar al sol y a la lluvia, machacar con el malladero hasta que retumbaba el valle entero, y tamizar para quedarse con lo más fino. Solo entonces llegaba el momento de la rueda, de darle forma a botijos, cántaros y barriles que cada familia necesitaba para guardar y enfriar el agua. Porque no había otra manera: el barro era el frigorífico de la época.
La vida en Moveros giraba en torno al barro, pero también a la frontera con Portugal. Con los vecinos portugueses la relación siempre fue buena, incluso mejor que con algunos pueblos españoles cercanos. Se comerciaba, se compartía y se hablaba en ese curioso portuñol de la raya. Y si hacía falta, hasta se rompían cántaros para que no los requisaran los guardiñas.
Con los años llegaron los plásticos, los frigoríficos y las cosas modernas, y el barro dejó de ser imprescindible. Muchos dejaron el oficio, y Paco también dudó si marcharse a Alemania como tantos otros. Al final se quedó, reinventando su trabajo: primero con piezas decorativas que la gente compraba en ferias, luego con jardinería y más tarde con cazuelas de cocina que aún hoy se siguen utilizando.
Escuchar a Paco es como abrir un libro vivo de la historia de Moveros. Habla del esfuerzo de las mujeres, de los hornos de leña que daban ese color amarillento único, de la nostalgia de quienes emigraron y querían tener en su casa un cántaro como recuerdo. Habla de un oficio que nunca fue fácil ni rentable, pero que guardaba algo más importante: la dignidad del trabajo bien hecho y la identidad de un pueblo.
Hoy quedan menos alfareros, pero gracias a voces como la de Paco Pascual podemos entender lo que significó el barro para Aliste. Una historia de manos curtidas, de hornos encendidos y de memoria compartida que merece ser escuchada y recordada.

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